Fernando había llegado hasta
allí atraído por la historia de la fuente. Se decía de ella, que sus aguas
cristalinas tenían la virtud de mostrar la verdadera belleza de uno mismo al
bosque; el mismo bosque desde donde nacía saltando alegre entre rocas orondas y
lisas por el desgaste, vestidas con aquel terciopelo verde y elegante del
musgo.
Los helechos de más de un metro
de altura y que bebían de sus aguas, eran la clara certeza de la virtud de
aquellas gotas de vida, que se unían en un riachuelo juguetón. Adornaban los
márgenes de la misma rivera, que más tarde convergía en una profunda fosa
natural, socavada en un gran pedrusco del corazón de la floresta. Formaba un
estanque natural precioso, convertido en el espejo del cielo, como si un
desconchón del mismo hubiese caído.
Un lugar encantado en el que
el aire se detenía flotando, y los escasos rayos del sol que las copas de los
enormes robles dejaban pasar entre sus ramificaciones, pintaban las paredes de
cristal del lugar con finos barrotes luminosos.
Maquilladas por aquella luz,
aleteaban perezosamente mariposas de colores ocres y amarillos, llamando la
atención de cualquier ojo que rondase los alrededores. La melodía de aquel
repiqueteo acuático, era acompañada por el croar de multitud de ranas y sapos,
rasgando el silencio del entramado arbóreo en una sinfonía que invitaba a
relajarse rodeado de tanta maravilla. Anfibios de un colorido idóneo de
marrones y verdes, saltaban en una danza sinsentido en busca de las señoriales
mariposas.
La belleza que ofrecía el
espíritu de la flora y fauna reunido en torno a aquel reguero de brillantes
lágrimas, se le antojó sublime, y merecedora de la leyenda convertida en poesía
desde hacía muchos años. Su cáliz de la vida estaba frente a él de una manera
tan natural y sencilla, que no pudo creer que llegara hasta allí de una forma tan
anodina, como fuera poner un pie tras otro caminando, cuando estaba claro que había
llegado hasta el cielo. Un pedazo de cielo.
Inspiró con fuerza llenando
sus pulmones de aquel perfume, tratando de diferenciar en aquella porción de
aire los diferentes carices de todos los aromas que lo componían. Dio un nuevo
paso al frente, recortando la distancia que lo había separado tantos años de
anhelo de aquel grial encantado, y se arrodillo con cuidado, mimo, y con la
intención de no variar ni un ápice con su huella aquel paraje.
Introdujo el índice de su
mano derecha despacio en el estanque, atemorizado por romper aquel cristalino
reflejo, disfrutando del contoneo de los nenúfares y comprobó, que el agua estaba
gélida. El calor de finales de aquella primavera lo había castigado sin compasión
hasta su destino, aunque ahora todo el bochorno se había esfumado tan sólo al
comprobar la temperatura del agua. Atrás quedaban los años de búsqueda de la
fuente. Las interminables horas de visionado de fotos, postales, pinturas y
dibujos, para encontrar al menos una pista de ella.
La primera vez que la vio,
fue una navidad, en un expositor de postales de un aeropuerto y se enamoró
perdidamente. En aquel entonces contaba con ocho años y otros veinte después,
por fin había llegado hasta allí. Los años intermedios no contaban para él, los
había pasado comprobando lugares plasmados de una u otra manera en papel.
Sus compañeros de estudio,
lo habían martirizado tratándolo de retrasado, por su afición a mirar cualquier
imagen con detenimiento; punto de partida para todas las burlas y bromas
pesadas, que tuvo que soportar durante aquel tiempo. Su buen corazón y
templanza, no habían sido óbice para aquel martirio incompasible.
Al recrear de nuevo su
vista, no pudo por más que simbolizar toda la estampa con su vida, miraba las
ranas deambular sinsentido, saltar en busca de algo que sabían era de difícil
acceso. Su mente relacionó el comportamiento con sus compañeros de clase, un montón
de entes sin rumbo ni justificación que se mueven casi por inercia, siguiéndose
unos a otros sin un fin que alcanzar ni un objetivo en sus vidas. Por otro lado,
veía revolotear las hermosas mariposas con mayor o menor gracias sobre ellos,
de una manera algo arrogante, pero seguras de su protección, lejos del ganado
maleducado y pueril. Por el contrario ellas se veían superiores, graciosas y
educadas, quizá más arrogantes de lo que pudiera haber supuesto en un
principio.
Frunció el ceño, había
pensado que si tuviera que encasillarse en uno de los dos grandes grupos
diferenciados, estaría indiscutiblemente en el de las mariposas. Siempre había
sido una víctima, un bufón sin elección para todos, no sólo para los crudos
sapos, sino también para las vanidosas mariposas que siempre lo habían
ignorado.
Así que estudió con más
detenimiento, buscó cual sería su sitio allí. Es posible que fuera uno de los
robles, esos árboles de raíces fuertes y que sus troncos se alzaban con maestría
por encima de todos, lejos de aquellas discusiones banales del populacho. Pero
no era así, él no había estado nunca por encima de sapos y mariposas, siempre
le habían afectado todos los comentarios despectivos y las afrentas que había
recibido.
Miró el lago, siempre debajo,
soportando las salpicaduras de unos y la ignorancia y recelo de otras, volviendo
a la calma sin perder la compostura cristalina y segura de su superficie lisa y
prefecta. Tampoco se vio reflejado en él, aunque sí en su superficie y es
cuando lo entendió:
Se vio a sí mismo en aquella
postura, con el dedo hundido en sus aguas y aun así, sin romper el espejo de su
superficie, disfrutando de la imagen que tanto había soñado. Paralizado por el
momento de comprensión. Impertérrito. Con la vista en el estanque.
Pasmado ante las aguas.
Quieto entre los sapos y las mariposas. Sin pertenecer ni a unos, ni a otras.
Sin ser fuerte como los robles, ni ausente como el estanque.
Reflejado en la superficie,
blanco, paralizado; como había sido en su vida, observador.
Él
era la estatua.